Becerrita es a la hostelería sevillana lo que el nazareno de cola a la Semana Santa: la elegancia sin estridencias. Es una suerte de reserva espiritual de la tapa donde tiene cabida la vianda de toda la vida (la ensaladilla, las papas aliñás, el caballito de jamón, la croqueta…) y la oferta innovadora (el lomo de sardina sobre barquilla de pan, la torta de repápalo con asadura de ternera ecológica y manteca colorá o el pulpo a la parrilla con patata panadera y ali-oli). En Becerrita nuna hay bofetás al cliente por la sencilla razón de que impera el noble oficio de servir. Los camareros no van enlutados ni hacen sentirse mal al que acude a un sitio fundamentalmente a relajarse y dejar la crisis como los perros: en la puerta y con cadena. Sus profesionales soportan la presión de la bulla con la misma sonrisa que cuando el local (que es la casa de Jesús) está menos poblado. Becerrita tiene muchos clientes, pero también muchos parroquianos, que son los más fieles a esta cofradía del buen yantar fundada por el más pequeño de la saga de un gran apellido de la hostelería sevillana: Becerra. Nadie entendería a Jesús sin el apóstol de las buenas formas, ese maitre Antonio que es árbitro de la elegancia y cuyas memorias secretas sobre lo que se ha cocido en esos salones estaría dispuesta a pagar cualquier editorial local que se precie. Antonio regala a cada cliente el Toisón de Oro que es marca de la casa: la mejor sonrisa para una perfecta entrada en el comedor, que en la hostelería cuenta mucho eso de que bien acaba lo que bien empieza. En los bares de Sevilla ya no hay tiza, ni serrín, pero en Becerrita se sigue ejerciendo el oficio y hasta, si usted quiere, se le cantan las tapas como antaño. Las cosas hay dos formas de hacerlas: bien o mal. Y en Becerrita se hacen mejor. Quien lo probó, lo sabe. Y tengan cuidado con la ensaladilla, porque crea adicción. Y no hay ya presupuesto público que subvencione un tratamiento.
Carlos Navarro Antolín (Periodista)