Corrían los años 70 cuando llega a Sevilla un elegante señor oriundo de Zaragoza a probar fortuna. Se aloja en el cercano hotel Fleming (hoy hotel Giralda) y viene todos los días a comer al antiguo restaurante Becerra, germen de la saga familiar que gestionaba mi padre, Enrique Becerra Reyes, y se encontraba a pocos metros del actual Becerrita.
Este señor, de una elegancia y unas formas insuperables entabla conversación a diario con mi padre, siempre respetando las distancias. Mi padre se olía que era una persona exitosa venida a menos y que, sin la menor duda, volvería a triunfar en los negocios, pero de momento iba solo a consumir dos cervezas y dos tapas, nada más, dejarse ver en uno de los tres restaurantes preferidos de la época y poco más, cuando las modas duraban cuarenta años…
Llega el día en que tiene que agasajar y vender su idea a unos inversores, guardar las apariencias y transmitir la sensación de seguridad, profesionalidad y dominio del terreno. Por supuesto, los invitados no podían pagar. Él llegó un rato antes y le comentó a Enrique que le reservara la mesa y que no le parecía elegante pagar delante de ellos, que le dejara la cuenta y al día siguiente se la abonaba. Mi padre sabía de sobra que no sería así, pero tenía la certeza que esta persona era todo un caballero y no le fallaría. Sin contarle detalles entendió la situación perfectamente, y empieza el almuerzo. Mi padre le atiende personalmente y le ofrece las mejores viandas, y cuando se va a pedir el segundo plato, a la pregunta de «Y usted, don Francisco, ¿que elegirá de plato principal?», él le dice «Enrique, quiero un solomillo de la mejor ternera, en medallones no muy gruesos, fritos en aceite de oliva virgen, patatitas fritas y perejil, como sabes que me lo hace la cocinera en casa» (sus invitados no sabían que vivía solo en una habitación de hotel de 3*). Enrique con su rapidez de respuesta y para ayudarlo a fortalecer su liderazgo le responde raudo y veloz: «Por supuesto que sí, señor Marqués». Desde entonces se elabora en esta casa ese plato tan sencillo y con ese nombre.
Siguió viniendo a diario a consumir las dos cervezas y las dos tapas durante unos diez días, y al que hacía once le abonó la factura íntegramente sin entrar en ningún tipo de detalle y con un abrazo de agradecimiento. Continuó de cliente mientras vivió en Sevilla, a partir de ese momento comiendo a capricho tanto él como sus acompañantes. Consiguió montar una gran compañía en Sevilla que después vendió, y en los años 80 se trasladó a Marbella donde también demostró ser un empresario de éxito.